20090620

LA PASIÓN A LOS 20 AÑOS




Por René Naranjo S.

La breve vida de Teresa Wilms Montt (1893-1921), integrante de la aristocracia chilena que vivió en constante conflicto con su conservador medio social, es el centro de “Teresa”, la película con que la directora chilena Tatiana Gaviola regresa a la dirección de largometrajes trece años después de realizar “Mi último hombre”.



Y si en aquella película a gran escala la directora intentaba abarcar numerosos temas, desde lo afectivo a lo político, esta vez opta por un camino mucho más íntimo, de énfasis femenino de punta a cabo, donde el foco está permanentemente centrado en la rebelde personalidad de la protagonista, que vivió sin pausa los 28 años que estuvo en este mundo.

Para encarnar a Teresa, renegada de su linaje y de biografía novelesca, Tatiana Gaviola elige a Francisca Lewin, actriz emergente que había participado en teleseries y que debutó en cine con “Se arrienda”. Y la apuesta de Gaviola resulta muy acertada. La rubia y delgada Lewin se sumerge bajo la piel de Teresa Wilms Montt con valentía y sin falsos pudores, y desde la primera escena instala, en pleno baile familiar, su presencia inconformista y desafiante. Es una interpretación sentida, vital y concentrada, de completa entrega, que da cuerpo a la película y se complementa emocionalmente con la lectura y escritura de esos poemas muchas veces quemantes; otras, desoladores.

Porque “Teresa” se articula sobre dos ejes claros: la poesía y el deseo sexual. Ambos son los motores del relato y lo dominan desde la casona de Viña del Mar de su nacimiento hasta la Europa lejana de su muerte prematura. Teresa Wilms ama, desea, escribe y sufre, en un continuo, veloz y vehemente, que por momentos hace que el guión no profundice todo lo que debiera en determinados pasajes. La dirección de Tatiana Gaviola es apasionada como su personaje central. Narra con intensidad, se interna con fuerza en la subjetividad de la poeta y avanza rápido para concentrar la narración en los encuentros de pasión y dolor de Teresa Wilms primero con su marido, Gustavo Balmaceda (Juan Pablo Ogalde, con quien hay una bella escena a bordo del carruaje nupcial), y luego con diversos amantes, como Mariano Balmaceda (Álvaro Espinoza), Vicente Huidobro (Diego Casanueva) o el romántico argentino Horacio Mejías (Matías Oviedo).

Todas estas actuaciones secundarias están a cargo de la generación de recambio del cine chileno. Así, Ogalde y Espinoza son creíbles en sus roles de marido y amante, respectivamente, al punto que hasta se desearía conocer más del personaje que encarna el primero de ellos. Casanueva entrega lo que hasta ahora es su mejor trabajo, en un desafío difícil como era interpretar a Huidobro en sus años mozos. Oviedo convence menos, en buena medida causa del acento argentino que le toca fingir. En otros roles, y como la adusta madre de Teresa Wilms sobresale Catalina Guerra, consolidada ya como una de las mejores actrices de nuestro medio, mientras Tomás Vidiella confirma la brillante madurez que vive con su papel como el suegro de la poeta. Retrato de una época de fuertes tabúes sociales y severas reglas de comportamiento, “Teresa” reconstruye con propiedad ambientes y lugares, en especial en todas las escenas que argumentalmente tienen lugar en Chile (la acción se traslada luego a Buenos Aires, Madrid y París). Destacan ahí los momentos filmados en la región de Colchagua, sólidos en atmósfera, registrados por la lograda fotografía de Juan Carlos Bustamante y apoyados en la solvente dirección de arte de Jorge Trípodi. La música de Juan Cristóbal Meza enfatiza la intimidad de Teresa Wilms y de la película completa, que se presenta como la resurrección de una mujer olvidada, cuyo furor de vivir tiene evidentes repercusiones contemporáneas en una sociedad que, probablemente, no ha cambiado tanto.

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20090611

LA MUERTE LO ACECHA TODO




Por René Naranjo S.

Esperado desde hace un año justo, cuando fue aclamado en su estreno mundial en el Festival de Cine de Cannes, este largometraje de Mateo Garrone, basado en el muy comentado y exitoso libro de Roberto Saviano, por fin llega a los cines chilenos. Y la espera ha valido la pena, porque “Gomorra” es una auténtica experiencia fílmica, de ésas que redefinen cinematografías (la italiana, en este caso), resitúan géneros (el filme de mafiosos) y abren nuevas ventanas políticas y sociales.



Situada en Nápoles, en el epicentro de la Camorra, y centrada en cinco o seis personajes (todos hombres), la película abre con una escena algo engañosa, en la que un tiroteo deja varias víctimas al interior de un centro de estética masculino. Es una entrada que hace pensar en un típico thriller o en una historia donde la intriga jugará un rol importante. Pero no hay nada de eso, pues pronto la acción se traslada a un conjunto de bloques de departamentos, una especie de prisión sin rejas, y de ahí no se moverá.

En estos departamentos, languidecen los destinos de adolescentes como Totó, de jóvenes temerarios como Marco y Piselli, y rutinas de larga data, como la de Don Ciro, encargado de los pagos a los habitantes del lugar que colaboran con la “cosa nostra”. Giran en torno a ellos también un sastre, Pasquale, y Marco, un soñador que quiere conocer el mundo y que empieza a trabajar para un capo que se especializa en ocultar bajo tierra barriles llenos de residuos tóxicos.

El director Mateo Garrone (40 años, 5 largometrajes) maneja las historias de estos personajes con una cámara movediza y observadora, en un tono de extremo realismo, muy bien fotografiado, que no deja espacio para la menor fantasía. Se siente la influencia de Rossellini y se evocan los grandes filmes de los hermanos Taviani, pero Garrone nunca transa en su propuesta antisentimental y lejana a cualquier tentación de discurso, arrebato poético o grandilocuencia. Lo suyo es mostrar una realidad durísima a partir de la convivencia más cotidiana, en la que, sin embargo, hasta el gesto más irrelevante adquiere una tensa connotación de peligro. En “Gomorra”, la muerte lo acecha todo siempre, al filo de ir contra natura, como cuando interrumpe procesos de iniciación sexual y los despertares plenos a los encantos del mundo.

Quizás la película no es cien por cien exacta en su desarrollo narrativo. Poco importa. Si algún detalle de argumento queda confuso (como de qué bando son algunos mafiosos que luchan en la guerra final de bandos) todo se supera por la intensidad que se establece en las relaciones entre los personajes. Hace tiempo que no se veía, por ejemplo, una dupla juvenil como la de Marco y Piselli, fascinados por las armas y el dinero fácil al punto de no ver los riesgos; o el viaje veloz de Totó de la inocencia a la podredumbre; o el derrumbe de dos viejos perros como Pasquale y Don Ciro, metidos hasta el cuello en aguas pantanosas y en negociaciones imposibles. En “Gomorra” no hay tantos balazos como uno podría pensar, pero dada la densidad moral de cada escena, cada uno de ellos retumba como un trueno.

Una buena película siempre tiene que tener un momento especial para convertirse en una gran película. Y en “Gomorra” ese momento ocurre unos 20 minutos antes del final, cuando el capo que está iniciando en el negocio al joven Roberto le muestra el campo sembrado y le pregunta: “¿Qué ves aquí?”. Y se responde él mismo: “Deudas”. Y le explica cómo el flagrante crimen que comete contra el medio ambiente salva vidas y puestos de trabajo, en una encrucijada valórica que amplifica este filme áspero hasta hacerlo apuntar al centro de las grandes inquietudes de las sociedades contemporáneas.

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CHILENOS EN CANNES 2009




Por René Naranjo S.

Entre las variadas tradiciones que posee el Festival de Cine de Cannes (que van desde asistir de smoking a las funciones de las películas hasta beber toda la champaña francesa que se pueda en las fiestas) hay una que parece más propia de la vitivinicultura. Y es que las buenas cosechas de filmes se dan en Cannes en los años impares. Por razones que se deben a los tiempos de producción de las películas -que toman al menos dos años para rodarse y estrenarse- los más prestigiosos autores del cine mundial desaparecen en los años pares y regresan en gloria y majestad en años como este 2009. Es así que desde ayer se vuelven a ver las caras en la Costa Azul, entre otros, Pedro Almodóvar, Lars von Trier, Jane Campion, Ken Loach, Ang Lee, Quentin Tarantino y el sólido Chan-Wook Park, director de la impresionante “Old Boy”.



En este panorama fílmico del más alto nivel, el cine chileno tiene dos representantes, Sebastián Lelio y Alejandro Fernández, realizadores jóvenes que rondan los 30 años de edad y que renuevan tanto la temática como la forma de las películas nacionales.

Sebastián Lelio, que debutó en el largometraje en 2004 con la provocadora y bien lograda “La sagrada familia”, presentará ahora su segundo filme, “Navidad”, en la Quincena de Realizadores, la misma sección paralela que el año pasado consagró a “Tony Manero” y antes a “Machuca”.

Lelio, que partió el lunes a Cannes y cuyo filme no ha sido presentado aún a la prensa especializada local, proyectará “Navidad” en esta muestra que, si bien no pertenece a la Selección Oficial del Festival, acoge una veintena de películas que poseen visión de autor y, a menudo, incisiva carga social. Este año, Lelio se topará en la Quincena con invitados de fuste, como Francis Ford Coppola, que presentará su nuevo trabajo, “Tetro”, filmado en Argentina; y con la subversiva comedia gay de Jim Carrey, “Te amo Philip Morris”.

Del argumento de “Navidad” se desprende que Lelio acomete aquí una nueva exploración de los fantasmas sexuales y emocionales que abundan en nuestra sociedad, con énfasis en los quiebres familiares y en la ambigua relación que se da entre dos amigas, interpretadas por Manuela Martelli y Alicia Rodríguez.

El otro representante chileno en Cannes, “Huacho”, forma parte de la Semana de la Crítica, la cuarta sección del certamen, y se mueve en mundos más rurales, plenamente centrado en lo que le pasa a los cuatro integrantes de una familia que habita cerca de Chillán. El debutante director, Alejandro Fernández, propone una mirada pausada y atenta hacia un veterano matrimonio campesino, su hija y el hijo de ésta, todos interpretados por personas que no son actores y que se encuentran instalados en las contradicciones de un país que se encamina a la modernidad sin una mínima moral de equidad ni respeto.

Fernández dirige con precisión y alejado de toda retórica, y presenta su película como la suma de las cuatro historias de sus protagonistas. Desde que canta el gallo, la actividad de esta familia que se mueve entre las rutinas silenciosas del campo y la bulla ansiosa de la ciudad copa la pantalla, para poner en escena una sucesión de momentos que retratan marginación, prejuicio, injusticia y, sobre todo, una constante preocupación por la dignidad de los personajes.

Hay algo de neorrealista en “Huacho”, por su humanismo y afecto hacia personajes menores, como la conmovedora abuela que fabrica quesos en la casa y los vende a la orilla de la carretera. El choque entre su esfuerzo cotidiano y la indiferencia de quienes pasan veloces en sus autos, sin apenas mirarla, es uno de los grandes pasajes del cine chileno contemporáneo.

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A VIVIR EL PLACER




Por René Naranjo

Hace tiempo que una película de Woody Allen no provocaba la variedad de reacciones que ha causado “Vicky Cristina Barcelona”. Los críticos han debatido si ésta es una de las películas significativas del autor neoyorquino o una triste evidencia de su senectud; si este filme va a pasar a la historia o si será pronto relegado al sótano de sus trabajos menos afortunados.



Lo cierto es que, alejado ya de las brumas de Gran Bretaña, este Woody Allen que ya frisa los 74 años se distancia de las pasiones tortuosas y los asesinatos para abrirse en tierras españolas al más placentero disfrute de los placeres sensuales. Desde la brisa barcelonesa que mece los cabellos de sus dos bellas protagonistas, la morena Vicky (Rebeca Hall) y la rubia Cristina (Scarlett Johansson) cuando salen del aeropuerto en la primera escena de la película, todo en “Vicky Cristina Barcelona” está bañado por el sol, la naturaleza, el buen vino, el arte, las sensaciones inesperadas y el deseo de vivir intensamente.

Las dos amigas son muy distintas, y así las presenta el narrador en off, en tono de fábula moral. Vicky es racional, estudiosa y se va a casar pronto con un exitoso y formal norteamericano; Cristina, al revés, viene de realizar un cortometraje que habla de “por qué el amor es tan difícil de definir”, y dice encontrarse en un estado “de libertad”. Se trata, cómo no, de un comienzo que hace pensar en las películas de Eric Rohmer, con los personajes que se definen ante la vida desde principios éticos mientras están de vacaciones. Junto con ello, y como es habitual en Allen, se percibe una importante raíz literaria, esta vez emparentada con las novelas de Henry James y de Edward M. Foster.

En esa línea es que Vicky siente que su forma estructurada de percibir el mundo cruje cuando escucha a un guitarrista que interpreta el célebre fragmento “Asturias”, de Albéniz. Algo se conmueve en su interior, como le sucedía a esas jovencitas victorianas que se asomaban a los paisajes de Italia o de la India. El crujir de la racionalidad se hace más constante en Vicky cuando, junto con su amiga, conocen a un desprejuiciado pintor, Juan Antonio (Javier Bardem), quien las invita a pasar un fin de semana en Oviedo.

Este viaje a la capital asturiana, marcado por las turbulencias del pequeño avión que pilotea Juan Antonio, ocupa sólo 16 de los 92 minutos del metraje total de la película, pero marca en forma decisiva la narración. El periplo señala la rendición completa de Vicky a la invitación sensual de la España profunda, y una definitiva puesta en cuestión de su visión de la vida. Surge entonces un aire renacentista (el tópico del “carpe diem”) y hasta alguien puede recordar por ahí el famoso poema de Juan del Encina que habla de que “más vale trocar placer por dolores que estar sin amores”.

Este es el verdadero tema de “Vicky Cristina Barcelona”, el choque de la fría razón y la cálida sensualidad, en un contexto donde la capital catalana no es tanto un personaje como un fondo turístico que no pretende entrar de verdad en la vida de la ciudad para no desviarse de su concepto cabalmente moral.

En este panorama de descubrimiento de emociones y experiencias (Cristina consolida una relación con el pintor y se aventura en la fotografía), la entrada de Penélope Cruz, a los casi 50 minutos de película, produce más de una disonancia. No es que no existan mujeres españolas como su María Elena. El punto es que ella -desmesurada, gritona y odiosa- irrumpe de forma demasiado brusca, casi como si viniera saliendo de una cinta del Almodóvar de los años 80 y hubiera entrado a ésta por casualidad.

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