20090611

A VIVIR EL PLACER




Por René Naranjo

Hace tiempo que una película de Woody Allen no provocaba la variedad de reacciones que ha causado “Vicky Cristina Barcelona”. Los críticos han debatido si ésta es una de las películas significativas del autor neoyorquino o una triste evidencia de su senectud; si este filme va a pasar a la historia o si será pronto relegado al sótano de sus trabajos menos afortunados.



Lo cierto es que, alejado ya de las brumas de Gran Bretaña, este Woody Allen que ya frisa los 74 años se distancia de las pasiones tortuosas y los asesinatos para abrirse en tierras españolas al más placentero disfrute de los placeres sensuales. Desde la brisa barcelonesa que mece los cabellos de sus dos bellas protagonistas, la morena Vicky (Rebeca Hall) y la rubia Cristina (Scarlett Johansson) cuando salen del aeropuerto en la primera escena de la película, todo en “Vicky Cristina Barcelona” está bañado por el sol, la naturaleza, el buen vino, el arte, las sensaciones inesperadas y el deseo de vivir intensamente.

Las dos amigas son muy distintas, y así las presenta el narrador en off, en tono de fábula moral. Vicky es racional, estudiosa y se va a casar pronto con un exitoso y formal norteamericano; Cristina, al revés, viene de realizar un cortometraje que habla de “por qué el amor es tan difícil de definir”, y dice encontrarse en un estado “de libertad”. Se trata, cómo no, de un comienzo que hace pensar en las películas de Eric Rohmer, con los personajes que se definen ante la vida desde principios éticos mientras están de vacaciones. Junto con ello, y como es habitual en Allen, se percibe una importante raíz literaria, esta vez emparentada con las novelas de Henry James y de Edward M. Foster.

En esa línea es que Vicky siente que su forma estructurada de percibir el mundo cruje cuando escucha a un guitarrista que interpreta el célebre fragmento “Asturias”, de Albéniz. Algo se conmueve en su interior, como le sucedía a esas jovencitas victorianas que se asomaban a los paisajes de Italia o de la India. El crujir de la racionalidad se hace más constante en Vicky cuando, junto con su amiga, conocen a un desprejuiciado pintor, Juan Antonio (Javier Bardem), quien las invita a pasar un fin de semana en Oviedo.

Este viaje a la capital asturiana, marcado por las turbulencias del pequeño avión que pilotea Juan Antonio, ocupa sólo 16 de los 92 minutos del metraje total de la película, pero marca en forma decisiva la narración. El periplo señala la rendición completa de Vicky a la invitación sensual de la España profunda, y una definitiva puesta en cuestión de su visión de la vida. Surge entonces un aire renacentista (el tópico del “carpe diem”) y hasta alguien puede recordar por ahí el famoso poema de Juan del Encina que habla de que “más vale trocar placer por dolores que estar sin amores”.

Este es el verdadero tema de “Vicky Cristina Barcelona”, el choque de la fría razón y la cálida sensualidad, en un contexto donde la capital catalana no es tanto un personaje como un fondo turístico que no pretende entrar de verdad en la vida de la ciudad para no desviarse de su concepto cabalmente moral.

En este panorama de descubrimiento de emociones y experiencias (Cristina consolida una relación con el pintor y se aventura en la fotografía), la entrada de Penélope Cruz, a los casi 50 minutos de película, produce más de una disonancia. No es que no existan mujeres españolas como su María Elena. El punto es que ella -desmesurada, gritona y odiosa- irrumpe de forma demasiado brusca, casi como si viniera saliendo de una cinta del Almodóvar de los años 80 y hubiera entrado a ésta por casualidad.

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